En nuestra vida diaria, todos enfrentamos la realidad de los hábitos. Algunos son buenos y nos acercan a Dios, mientras que otros nos alejan y nos estancan. Aquí es donde entra en juego el discernimiento: los buenos hábitos necesitan disciplina para mantenerse, mientras que los malos hábitos requieren acción para ser cambiados.
Muchos cristianos desean crecer espiritualmente, pero sin disciplina, su fe se debilita con el tiempo. Orar, leer la Biblia y congregarse son hábitos fundamentales, pero sin constancia, pueden desvanecerse en la rutina de la vida. Al mismo tiempo, hay quienes luchan con hábitos dañinos y esperan que desaparezcan por sí solos, sin tomar medidas concretas para vencerlos.
No podemos simplemente esperar que el tiempo solucione lo que requiere acción. Si queremos romper con el pecado, debemos arrepentirnos y alejarnos de lo que nos hace caer. Si queremos desarrollar una vida de oración, debemos ser disciplinados en buscar a Dios, incluso cuando no sintamos ganas. Los cambios verdaderos requieren decisión y esfuerzo.
Pensemos en un atleta: si deja de entrenar, su rendimiento cae. Si sigue malos hábitos alimenticios sin corregirlos, su cuerpo se resiente. La vida espiritual no es diferente. Lo bueno se cultiva, lo malo se corrige.
Dios nos ha dado la capacidad de crecer y cambiar, pero depende de nosotros ser intencionales en ello.
No podemos simplemente desear buenos hábitos, debemos cultivarlos.
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